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Claves y legado del “mito nacional” primigenio

 
 

El Bicentenario de la Revolución de Mayo en una mirada histórica

 
  El país se encamina, en menos de un año, a conmemorar los doscientos años de la Revolución de Mayo de 1810. Esta próxima llegada del Bicentenario despierta todo tipo de evocaciones y balances históricos. La importancia de Mayo es evidente: se trató del inicio de un movimiento potencialmente independentista que disparó el proceso de construcción de lo que terminó siendo la República Argentina, aun cuando se discutan las diferentes acepciones e implicancias que tuvo este hecho “revolucionario”.  
     
     
 

Este acontecimiento histórico, en ese sentido, se erigió como el “mito nacional” primigenio y más portentoso de nuestra historia. Sólo el conocimiento del pasado permite conocer la verdad del presente. Por ello, reexaminarlo, señalar los diferentes modos en que fue comprendido e identificar algunos de sus eventuales legados puede resultar una tarea útil y relevante.

El origen fundamental de la Revolución de Mayo -y de los otros movimientos convulsivos que sacudieron al continente americano a partir de los inicios de la década de 1810- estuvo en la grave crisis metropolitana, más específicamente, en la debacle/desmoronamiento de la monarquía hispánica, ocurrida en 1808, tras la invasión napoleónica a la Península Ibérica. Esto empalmó con una coyuntura local existente desde 1806-1807, cuando las invasiones inglesas a Buenos Aires, permitieron conocer a los habitantes locales el peso de la flota y el comercio británico, y abrir paso a una militarización de la sociedad, lo que terminó verificando la precariedad del dominio español en la región.

Si nos limitamos a las jornadas mismas de mayo de 1810, el resultado más efectivo de la revolución fue la deposición de las autoridades virreinales y su reemplazo por una Junta formada por elementos criollos. Ellos, de modo mayoritario, no sólo no quisieron convertir al evento en un acto formalmente independentista sino que incluso reafirmaron la soberanía del rey español. La conformación de este organismo fue sucedida, en los años posteriores, por la de otros gobiernos provisorios, que postergaron la definición y organización de un nuevo Estado para los pueblos del Río de la Plata.

La Revolución de Mayo, como todo desarrollo histórico, contuvo elementos de ruptura y de continuidad. Atendiendo a estos últimos, puede señalarse la persistencia, hasta varios años después de que Saavedra, Moreno y Castelli impulsaran la Junta, de muchas de las formas de dominación social presentes en la etapa colonial. Y el mantenimiento o la alteración apenas cosmética de ciertas estructuras políticas, administrativas y jurídicas heredadas de la experiencia virreinal.

El carácter revolucionario y de quiebre de 1810 (y de los años que siguieron), por otra parte, puede encontrarse en el hecho de que los propios actores de la época así parecieron experimentarlo. Pero también en una serie de diagnósticos que cobran cuerpo en un análisis de más largo plazo que debe extenderse hasta la década de 1820.

Entre otros, el definitivo pasaje de un régimen monárquico a otro de carácter republicano, que fue mutando los modos de la representación política; la irrupción de una actividad política caótica y rica, que dejaba traslucir conflictos y tensiones sociales entre sectores dominantes y subalternos, así como unas graduales centrifugación y fragmentación del poder estatal que, hasta 1810, había podido ser controlado desde Buenos Aires por la burocracia borbónica; la desestructuración del circuito económico vigente (centrado en la plata extraída de las minas de la ciudad alto peruana de Potosí), y su reemplazo por otro orientado plenamente hacia el mercado atlántico y el comercio libre; el desplazamiento de los antiguos y grandes comerciantes monopólicos españoles por parte de una emergente clase terrateniente que se fue tornando hegemónica, ruralizando, así, las bases del poder; y el progresivo abandono de la mayor parte de las arbitrariedades y desigualdades legales de la sociedad colonial.

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La Revolución de Mayo fue y sigue siendo un hecho en disputa por su “apropiación” por parte de diversos proyectos historiográficos, políticos y culturales. Las interpretaciones, las formas de estudiarlo y los modos de valorizarlo han sido múltiples a lo largo del tiempo. Y no podría ser de otro modo, porque la discusión acerca de los orígenes, en este caso, de una nación, incita con toda naturalidad a una constante revisión. El tema siempre es rememorado desde el Estado, incluso, adquiriendo un lugar central dentro de las efemérides nacionales. Como acontecimiento histórico, además del abordaje más acotado y específico de los investigadores académicos, conservó un interés casi constante en la sociedad, fogoneado por los discursos escolares y un heterogéneo pero persistente tratamiento de los medios de comunicación.

Durante mucho tiempo, la visión dominante de la Revolución de Mayo fue la de entenderla como un movimiento emancipatorio de los criollos contra las arbitrariedades e injusticias de la opresión colonial española. Dicha revolución se habría convertido en partera de la nueva Nación, cuyo germen ya habría estado presente en las coyunturas previas a la ruptura del vínculo con la metrópoli. En buena medida, esta mirada (sobre todo, erigida por el liberal-mitrismo entre mediados y fines del siglo XX), constituyó el sentido común histórico de la sociedad y fue la que generalmente se sostuvo desde el Estado.

Pero a lo largo del último siglo se desplegó una impugnación a este planteo por parte de una constelación de historiadores constitucionalistas, de la Nueva Escuela Histórica y de más recientes espacios de elaboración. Ellos cuestionaron la existencia de una idea firme de Nación argentina en los acontecimientos de Mayo y en todo el período previo a la formación del Estado y a la estructuración de las provincias. Es decir, se señaló el anacronismo de dar por supuesta una Nación argentina en la primera mitad del siglo XIX, cuando en realidad la encontraríamos realizada al culminar la segunda parte de ese siglo, como efecto antes que como causa, de la definitiva organización del país.

Este cuestionamiento a Mayo como un “mito de orígenes” alertó sobre la necesidad de no desvirtuar el significado de época de palabras como pueblo, Nación, Estado, patria, recordándose que hasta la difusión del romanticismo, luego de 1830, el concepto de nacionalidad era casi inexistente, mientras que el de Nación era sinónimo del de Estado. En todo caso, poco antes y poco después de 1810, convivieron tres tipos de identidades colectivas: la americana, la urbana-provincial y la rioplatense o argentina.

Desde algunas visiones críticas de la historia tradicional se tendió a entender a la Revolución de Mayo -en contrapartida a otras como la francesa de 1789 o la rusa de 1917-, como un mero recambio de régimen político, de escasa radicalidad social, casi nula participación popular y cortos horizontes transformadores.

No obstante, no faltaron dentro del campo mismo de la izquierda y el pensamiento marxista ciertas posturas que rescataron la trascendencia de Mayo de 1810. La caracterizaron como variante local de las típicas “revoluciones burguesas” decimonónicas. En este caso, dirigidas por una burguesía nativa formada por comerciantes y/o hacendados, principalmente de Buenos Aires, que, con un genuino apoyo de sectores plebeyos, habría intentado destruir los tegumentos de un orden colonial atrasado y feudal.

Desde otras concepciones marxistas hubo recusaciones a esta interpretación de Mayo como revolución burguesa, dado el escepticismo sobre la existencia en el Río de la Plata de principios del siglo XIX tanto del feudalismo como de una verdadera burguesía. Algunos historiadores académicos han coincidido con esta última impugnación pero sin negar, por ello, el carácter “revolucionario” que sí habría tenido Mayo, dado el conjunto de cambios económicos, políticos y sociales que éste habría representado. En suma, las interpretaciones han sido, y todavía lo son, diversas y contrapuestas.

Quizás como ninguna otra fecha conmemorativa, la Revolución de Mayo, en tanto hecho germinal del país, fue evocada al momento de los “aniversarios”. Y dentro de este tratamiento ceremonial, los centenarios ocupan un lugar único. Analicemos el carácter que asumió el primero de ellos.

En 1910, los festejos del Centenario se produjeron en el contexto de una Argentina que venía experimentando, desde hacía tres o cuatro décadas, una impresionante transformación en todos los órdenes. Sobre todo, a partir del fuerte crecimiento de una economía agro exportadora basada en la gran propiedad terrateniente y la dependencia del imperialismo británico, la llegada de una masiva inmigración ultramarina, un incesante fenómeno de urbanización y la estructuración de una nueva sociedad burguesa en la que encontraron cauce variados y, por momentos, violentos, conflictos de clases protagonizados por trabajadores o sectores medios.

En ese marco, la clase dirigente, en particular, la vieja elite liberal-conservadora que mantenía un duradero orden oligárquico en el país pero que ya preparaba su reformulación en clave reformista, preparó las festividades del Centenario como un modo de legitimación de su proyecto y de su dominio. El optimismo celebratorio y la construcción mítica del pasado nacional fueron de la mano con la identificación de ciertos actores (extranjeros “desagradecidos”, obreros díscolos o anarquistas), a los cuales se les descargó una sistemática represión, pues aparecían como amenazas perturbadoras para nuestro fulgurante y envidiable destino nacional. La trayectoria y el futuro de la Nación volvieron al primer plano de análisis.

Esto cobró cuerpo en el campo intelectual. Allí se vivía lo que se ha denominado como una “querella simbólica por la nacionalidad”. Si hasta comienzos del siglo XX el canon interpretativo de José María Ramos Mejía, Carlos Octavio Bunge o José Ingenieros era el de un biologismo positivista preocupado por la emergencia de una sociedad de masas, la muchedumbre inmigrante y la cuestión obrera, hacia 1910 los énfasis habían variado.

Escritores como Ricardo Rojas, Leopoldo Lugones y Manuel Gálvez observaban que los procesos de modernización, cosmopolitismo y arribo tumultuoso del aluvión extranjero experimentados por el país desde hacía unas décadas, habían abierto laceraciones dentro del cuerpo social y del destino nacional. Entendieron que esas heridas debían suturarse con una redefinición de la identidad nacional, una conmoción patriótica y una apuesta a la regeneración del “alma argentina”, que pudo abrevar en el hispanismo y el mito de la raza o en una ecuación criollista.

Todo condujo al surgimiento de un nacionalismo cultural, espiritualista, esencialista, restaurador de valores, costumbres y tradiciones locales, en suma, descubridor de nuestras innatas virtudes. El “espíritu del Centenario”, aún manteniendo la hegemonía del liberalismo, tradujo buena parte de los tópicos y preocupaciones de este primer nacionalismo.

El escenario histórico de este nuevo centenario, el segundo, es muy distinto al de 1910. Los desvelos instalados por aquella reacción nacionalista ya no son los nuestros. Los desvaríos de una clase dirigente ensoberbecida y confiada en un destino argentino excepcional tampoco merecen la menor nostalgia. Hoy carece de sentido pensar desde los circunstanciales peligros que estorbaron el devenir de nuestra “grandeza nacional”, pues sería más apropiado hacerlo desde el actual cuadro de un proyecto de país en buena medida fallido e inconcluso. Esto tiene impacto en el campo historiográfico.

Frente a un relato tradicionalmente capturado en las matrices del liberalismo republicano y del nacionalismo en cualquiera de sus variantes deben abrirse las compuertas a una interpretación y a una narración distintas. No sólo acerca de los comienzos sino sobre todos los procesos que signaron nuestro pasado.

Frente a una historia obsesionada por la construcción y los avatares del Estado, el poder, el orden republicano, la institucionalidad liberal o la continuidad de esencias nacionales o raciales (por otra parte, siempre a espaldas de América latina y de las clases subalternas), hay un espacio alternativo: el de un examen que hunda sus preocupaciones en la reconstrucción del movimiento histórico de la sociedad y de sus tensiones, desagregaciones, conflictos y potencialidad creativa.

La Revolución de Mayo puede ser recuperada, más allá de sus contradicciones y ambigüedades, como una gesta de lucha contra ciertas formas de poder y de privilegios y por la creación de algo nuevo. Quizás no fue globalmente un movimiento democrático y popular, pero en sus entrañas y en su desarrollo, expresó algunos de estos componentes, cuyo reconocimiento aporta a los dilemas de la actualidad.

Si los eventos de Mayo simbolizan el inicio de la ruptura de algunas de las cadenas que oprimían el cuerpo de una nueva Nación en potencia, puede ser oportuno pensar hoy cuáles son las nuevas cadenas que entorpecen el desarrollo nacional y la conquista de una sociedad justa.

En este sentido, muchos de los desafíos abiertos en 1810 -que no lograron desenvolverse ni suturarse-, mantienen su vigencia: el de la recuperación de la autonomía y la autodeterminación, superando los azotes de la dependencia y la subordinación imperial; el de conquistar una verdadera unidad nacional, sólo viable a condición de abatir las barbáricas formas de explotación, exclusión y opresión constitutivas de la actual sociedad clasista; y el de conformar una identidad cultural en la diversidad, múltiple y plural. Pensado así, el actual Bicentenario de la Revolución de Mayo, puede servir para diseñar y construir el futuro. El más genuino aporte de una reflexión histórica.