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Impulso a la innovación y transferencia de la ciencia y tecnología

 
 

A tiempo para un país distinto

 
  E l calendario brinda una excusa, el Bicentenario, para analizar el país que tenemos, el que pudo ser, y proyectar el que puede ser. Y esa excusa lleva, al autor del artículo, a recordar los ideales de Mariano Moreno, Manuel Belgrano y Juan José Castelli: justicia, equidad, industria y educación. En este sentido, la política de ciencia y tecnología nacional que impulse y articule el Ministerio es la herramienta con la que ahora cuenta la Argentina. Y puede convertirse en la llave para la construcción de un país distinto, más parecido al sueño de aquella generación de hace dos siglos. Es una oportunidad que vale la pena encarar, sin esperar otros doscientos años.  
     
     
 

El modelo agro-exportador -claramente el más fácil de aplicar a corto plazo por nuestras ventajas competitivas de geografía y clima- ha puesto el eje del país en la Pampa Húmeda y el puerto de Buenos Aires, postergando las economías regionales que, cuando existen, no requieren mano de obra calificada. No es casual que en los años noventa se hayan cerrado las escuelas técnicas, claramente innecesarias para el modelo productivo vigente.

La política económica del Bicentenario debe ser capaz de modificar el modelo productivo. Y ese cambio demanda políticas consecuentes por al menos veinte años, desarrollando la industria a través del impulso de los procesos de innovación y transferencia de la ciencia y tecnología de manera que generen empleos de mayor calidad, mejoren la distribución de la riqueza y tenga un real alcance federal. Para poder convertir esto en una realidad, la existencia del nuevo Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva es una instancia imprescindible.

Es necesario destacar que, más allá de las aptitudes personales del ministro Lino Barañao, el éxito de su misión requerirá un aumento sustancial de los recursos presupuestarios y humanos así como de las herramientas institucionales que le permitan una coordinación real de los diferentes organismos de investigación y desarrollo hoy distribuidos en casi todos los ministerios de gobierno. Esto es posible, aunque políticamente complicado. Basta con mirar el modelo de Brasil, donde el Ministerio de Ciencia coordina las políticas de estado que ejecutan las distintas dependencias.

El nuevo Ministerio deberá sacudir de sus espaldas su pasado de Secretaría, en el cual sólo tenía cierta injerencia sobre sus organismos directamente dependientes: el CONICET y la Agencia. Ahora le toca ser el articulador de la política nacional, apoyando, financiando y coordinando su desarrollo.

También desde las universidades públicas debemos replantearnos nuestro rol, y la nueva ley de educación superior puede ser una buena instancia. A los universitarios nos gusta defender la autonomía. Y, en muchas oportunidades, esa actitud genera la deformación de olvidarnos el por qué de la propia autonomía y asumirla como consecuencia natural del ser universitario. Debatimos sobre la representación en los órganos de gobierno, pero solemos olvidar que conducimos la universidad porque la sociedad ha considerado que somos los más aptos para convertirla en un instrumento a su servicio, no a nuestro servicio. Es imperioso, por lo tanto, discutir cómo sumar a la autonomía el concepto de rendición de cuentas.

Autonomía y autismo

Si miramos críticamente sus doscientos años de historia, la universidad argentina nació con el objetivo de formar profesionales que requirieran un saber eminentemente práctico y aplicado, donde los docentes subsistieran a partir de su actividad profesional y dedicaran una pequeña parte de su tiempo a la vida académica.

Otra organización, basada en la investigación científica y la incorporación de sus resultados en la enseñanza, se empezó a desarrollar principalmente en las disciplinas donde la actividad profesional no era tan intensa o rentable. En la Universidad de Buenos Aires, este modelo fue introducido a partir del estatuto de 1958. Así fue como se estableció el concepto de docente-investigador con dedicación exclusiva, los concursos abiertos y periódicos, y las estructuras académicas departamentales en contraposición a las tradicionales cátedras-feudo.

Es evidente que este último modelo es minoritario en la universidad argentina. Otro dato de la realidad es que las carreras profesionalistas tradicionales aportan el grueso de la matrícula. Las carreras basadas en el modelo científico tienen un costo por alumno muy superior a las anteriores, dado que los docentes-investigadores tienen dedicación exclusiva, la enseñanza requiere –en especial las carreras de carácter experimental- de laboratorios costosamente equipados, insumos, desarrollo de actividades de campo y bibliotecas con libros y revistas científicas permanentemente actualizadas. Además, se demanda a los alumnos una dedicación horaria muy superior.

No es sencillo que este predominio de las áreas profesionales por sobre las científicas se modifique porque hoy el peso de las decisiones en las universidades argentinas está dado, por un lado, por el número de facultades existentes, el que no es equilibrado en relación con las áreas disciplinares universitarias: humanidades, ciencias sociales, ciencias de la salud, ingenierías y ciencias exactas y naturales.

En la UBA, la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales es solamente una entre trece facultades, con diez carreras de grado de matrículas pequeñas comparadas con las carreras tradicionales. Concentra el 25 por ciento de la formación de doctores de todo el país y más del 10 por ciento de la investigación científica nacional. La otra variable que juega al momento de fijar políticas es la matrícula de las carreras, que termina influyendo fuertemente en la asignación interna de los recursos, desconociendo las necesidades presupuestarias de la enseñanza e investigación científica.

Así vemos que desde el Estado se crea el MINCYT, se designa a 2008 como Año de la Enseñanza de las Ciencias, se lanzan los Programas de Becas Bicentenario y TIC dirigidos a incrementar el ingreso de jóvenes provenientes de hogares de bajos ingresos en una carrera universitaria “prioritaria”, considerada estratégica para el desarrollo económico y productivo del país y para lograr una sociedad alfabetizada científicamente que posibilite un desarrollo más justo y sostenido. Y la universidad, a contrapelo de lo que la sociedad demanda, desconoce que el país necesita más científicos y tecnólogos y no modifica las realidades universitarias para fomentar el crecimiento del modelo científico-académico. Esto sólo se explica por el hecho que la autonomía universitaria carece, como ya mencionamos, de una instancia de rendición de cuentas a esa sociedad que la financia y le da su sentido, en una clara muestra de autismo.

El necesario compromiso del Estado

El nuevo ministerio puede contribuir a cambiar esta realidad del sistema universitario estatal, que es autónomo pero público, si decide que no le es ajeno o inmodificable, y articula su política con el Ministerio de Educación. Solamente las universidades pueden hacer realidad el Plan Estratégico Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación (Bicentenario 2006-2010) lanzado por el Gobierno Nacional, que tiene como uno de sus aspectos centrales aumentar en un 50 por ciento en ese período la cantidad de investigadores, dado que son las que forman los recursos humanos.

En la actualidad el 70 por ciento de los investigadores del CONICET trabaja en las universidades y, por lo tanto, allí se incorporan los equipamientos modernos a través del financiamiento de la Agencia y se produce buena parte del conocimiento. En función de esto, el Ministerio debe impulsar fuertemente la inversión para adecuar las instalaciones universitarias donde trabajan los investigadores y becarios, y tener una participación en sus gastos de funcionamiento, por ejemplo, a través del establecimiento de contrapartes asociadas a los subsidios, como ocurre en general en el sistema científico internacional.

Suponer que las universidades nacionales deben tener recursos para poder mantener la infraestructura y el mantenimiento asociado a las actividades científicas, al menos en los casos de las universidades más grandes y antiguas, como La Plata, Córdoba o Buenos Aires, es negar las realidades históricas y políticas del sistema antes descriptas.

También debe colaborar con el mejoramiento de la enseñanza de la matemática y de las ciencias naturales en los niveles iniciales y medios de educación. Solamente atacando ese problema se conseguirá una ciudadanía crítica e informada en ciencia y tecnología como la que un sistema realmente democrático requiere. Esto implica no sólo articular con el Ministerio de Educación sino también vencer las consecuencias del traspaso del sistema educativo inicial y medio a las jurisdicciones, ocurrido en los 90.

Este último es, a mi entender, una de las barreras que serán más difíciles de franquear. La constitución del Instituto Nacional de Formación Docente a partir de la Ley de Educación Nacional parece ser el único instrumento con que se cuenta para avanzar, aunque su éxito aún está por demostrarse.

El MINCYT debe generar instrumentos claros que faciliten al CONICET y a las universidades realizar una planificación y desarrollo científico-tecnológico conjunto. Si bien tales instrumentos son actualmente inexistentes, a mediados del siglo pasado, ambas instituciones caminaron de la mano. Fue hace 50 años, cuando se creaba el CONICET, y su primer vicepresidente era Rolando García, al mismo tiempo, decano de nuestra Facultad.

En una reciente visita a nuestro país, García recordaba en una charla informal que, cuando crearon el CONICET, lo pensaron como un organismo de financiamiento y apoyo a las universidades, donde, según su visión –y también la de la gestión que represento– debía estar instalada la investigación, dado que era la única manera de obtener docencia de buen nivel.

Ante todo esto, es necesario tener conciencia de que la creación del nuevo Ministerio conlleva un riesgo. Por falta de suficiente apoyo político o presupuestario, la experiencia puede no arrojar los resultados esperados. Esto podría ser utilizado por distintos intereses corporativos para desacreditarlo, eliminando la posibilidad de modificar el actual estado de las cosas y, con ella, de superar la instancia de productores de bienes primarios con bajo valor agregado.

En este sentido, la política de ciencia y tecnología nacional que impulse y articule el Ministerio es la herramienta con la que ahora cuenta la Argentina. Y puede convertirse en la llave para la construcción de un país distinto, más parecido al sueño de aquella generación de hace dos siglos. Es una oportunidad que vale la pena no hacer esperar otros doscientos años.